Un 24 de julio, en 1802, nace en Villers-Cotterêts, Aisne,
Francia, uno de mis escritores favoritos. Dumas padre, como es referido por
muchos, fue y sigue siendo una figura destacada como novelista y dramaturgo, no
sólo por su prolífica obra y popularidad, sino también por su indiscutida
genialidad.
En todas las épocas ha tenido detractores que han calificado
su obra como “literatura folletinesca”, pero ciertamente no le han faltado
defensores. El tiempo, principalmente,
ha estado a su favor. Dumas sigue atrayendo lectores en la actualidad sobre
todo hacia sus novelas históricas, cada una inyectada con el enorme poder de
llevar de la mano a cada lector por la Francia de sus personajes, y
embriagarlos en el proceso con el elixir adictivo de sus intrincadas y por
demás interesantes tramas.
Es posible que D’Artagnan (de Los
tres mosqueteros, 1844) sea su personaje más icónico, pero ninguno ha sido más
emulado en historias versionadas de El conde de Montecristo (1845) como Edmond
Dantes.
Murió el 5 de diciembre de 1870.
DUMAS POR SIEMPRE; POR SIEMPRE
DUMAS.
” En cuanto a vos,
Morrel, he aquí el secreto de mi conducta. No hay ventura ni desgracia en el
mundo, sino la comparación de un estado con otro, he ahí todo. Sólo el que ha
experimentado el colmo del infortunio puede sentir la felicidad suprema. Es
preciso haber querido morir, amigo mío, para saber cuan buena y hermosa es la
vida. Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis
nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre,
toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡Confiar y esperar! ”.
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