Como en casi todos los casos... es el tiempo el que glorifica. Aunque popular en vida, se criticó a Quiroga por la notable influencia que recibiera de escritor y poeta norteamericano Edgar Allan Poe y del escritor británico Rudyard Kipling, entre otros, a quienes admiró y tomó como a sus maestros, principalmente al primero. Esto nunca le importó, como hoy tampoco nos importa a sus fieles lectores, y menos aun a quienes sienten en la actualidad que es el propio Quiroga el maestro, el maestro cuentista, el maestro del dolor. Nacido en 1979, su literatura magistral se apoyó ciertamente en sus duras y trágicas experiencias: la ausencia de su padre (muerto accidentalmente por un disparo de escopeta), la muerte prematura de dos de sus hermanos (quienes sucumbieron ante la fiebre tifoidea), el homicidio involuntario que cometiera él mismo contra su amigo Federico Ferrando mientras revisaba un revólver cargado, el suicidio de su primera esposa, Ana María; todos sus desamores, su vida en la selva, su controversial cotidianidad. En su última hora, sin embargo, Quiroga tomó el mando frente a sus dolores. Siendo víctima de un terrible cáncer prostático, decidió acortar su sufrimiento con la ayuda de un reciente y desafortunado amigo, Vicente Batistessa. En la madrugada del 19 de Febrero de 1937, el gran cuentista bebió un vaso de cianuro. Agudos dolores le despidieron por breves minutos, tras lo cual ya no sufriría nunca más... al menos en este plano. Para quienes creemos que la existencia humana ocupa más de una dimensión, la gloria persiste, y tal vez el dolor también, pero la grandeza del arte y el raudal de talento trasciende al tiempo y a todas las miserias.
Para abrir este ciclo literario -por primera vez ajeno en este espacio a mi propia autoría- no publicaré su cuento más famoso, sino uno de los más inherentes a la Eva común. El Solitario, una obra que deja al descubierto una fracción simple de frustración mundana de hombres y mujeres. Y en cada oración... el brillo de los diamantes. Disfrútenla.
El solitario
Kassim
era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda
establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el
montaje de piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces
delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a
los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la
ventana.
Kassim,
de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una
mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había
aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años,
provocando a los hombres, y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin,
aceptó nerviosamente a Kassim.
No
más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil -artista aún-, carecía
completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el
joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su
marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir
con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su
marido.
Cuanto
ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin
de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya -¡y con cuánta
pasión deseaba ella! -trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al
costado; pero María tenía sus chispas de brillante. Poco a poco el trato diario
con las gemas llegó a hacerle amar la tarea del artífice, y seguía con ardor
las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida
-debía partir, no era para ella- caía más hondamente en la decepción de su matrimonio.
Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y
se iba a su cuarto. Kassim se levantaba a oír sus sollozos, y la hallaba en la
cama, sin querer escucharlo.
-Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti -decía él al fin tristemente.
Los
sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.
Esas
cosas se repitieron tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla.
¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus
veladas a fin de un mayor suplemento.
Era
un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían
ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
-¡Y eres un hombre, tú! -murmuraba.
Kassim,
sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
-No eres feliz conmigo, María -expresaba al rato.
-¡Feliz!
¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡No la última
de las mujeres!... ¡Pobre diablo! -concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim
trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas
chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
-Sí... ¡no es una diadema sorprendente!... ¿cuándo la hiciste?
-Desde
el martes -mirábala él con descolorida ternura-; mientras dormías, de noche...
-¡Oh,
podías haberte acostado!... ¡Inmensos los brillantes!
Porque
su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo
con loca hambre de que concluyera de una vez y apenas aderezada la alhaja, corría
con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
-¡Todos,
cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y
tú... y tú... -ni un miserable vestido que ponerme, tengo!
Cuando
se franquea cierro límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a
su marido cosas increíbles.
La
mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que
sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la
falta de un prendedor -cinco mil pesos en dos solitarios. Buscó en sus cajones
de nuevo.
-¿No
has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
-Sí, lo he visto.
-¿Dónde
está? -se volvió extrañado.
-¡Aquí!
Su
mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor
puesto.
-Te queda muy bien -dijo Kassim al rato-. Guardémoslo.
María
se rió.
-¡Oh,
no!, es mío.
-¿Broma?...
-¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío!...
Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim
se demudó.
-Haces
mal... podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
-¡Oh!
-cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
Vuelta
del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en
su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.
-¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!.
-No mires así... Has sido imprudente nada más.
-¡Ah! ¡Y a ti te la confían! ¡A ti, a ti! -Y cuando tu mujer pide un poco de
halago, y quiere... me llamas ladrona a mí! ¡Infame!
Se
durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron
luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que
hubiera pasado por sus manos.
-Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su
mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el
solitario.
-Un agua admirable... -prosiguió él-; costará nueve o diez mil pesos.
-¡Un anillo! -murmuró María al fin.
-No, es de hombres... un alfiler.
A
compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora
cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día
interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo
probaba con diferentes vestidos.
-Si quieres hacerlo después... -se atrevió Kassim un día-. Es un trabajo
urgente.
Esperó
respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
-¡María, te pueden ver!
-¡Toma!
¡Ahí está tu piedra!
El
solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso. Kassim, lívido, lo
recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.
-Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
-No -repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le
temblaban hasta dar lástima.
Tuvo
que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de
nervios. La cabellera se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.
-¡Dame el brillante! -clamó-. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
-María... -tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
-¡Ah! -rugió su mujer, enloquecida-. ¡Tú eres el ladrón, el miserable! ¡Me has
robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo!
¡Ajá! -y se llevó las dos nanos a la garganta ahogada.
Pero
cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de un
botín.
-¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim,
miserable!
Kassim
la ayudó a levantarse, lívido.
-Estas enferma, María. Después hablaremos... acuéstate.
-¡Mi brillante!
-Bueno, veremos si es posible... acuéstate.
-Dámelo.
La
crisis de nervios retornó.
Kassim
volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad
matemática, faltaban pocas horas ya para concluirlo.
María
se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de
la cena su mujer lo miró de frente.
-Es mentira, Kassim -dijo.
-¡Oh! -repuso Kassim, sonriendo- no es nada.
-¡Te juro que es mentira! -insistió ella.
Kassim
sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano y se levantó para
proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo siguió con la
vista.
-Ya no me dices más que eso... -murmuró. Y con una honda náusea por aquello
pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No
durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido
continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un
alarido.
-¡Dámelo!
-Sí, es para ti; falta poco, María -repuso presuroso, levantándose. Pero su
mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
A
las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante
resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al
dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura
helada de su camisón y de la sábana.
Fue
al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto y con
una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
Su
mujer no lo sintió.
No
había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de piedra y suspendiendo
un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió firme y perpendicular como
un clavo el alfiler entero en el corazón de su mujer.
Hubo
una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos
se arquearon y nada más.
La
joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante
desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin
perfectamente inmóvil, se retiró, cerrando tras de sí la puerta sin hacer
ruido.
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